Atentos amig@s el titular de hoy nos va a hablar de 2446 escalones.
Haguro-san: los 2.446 escalones que llevan al templo más remoto de Japón.
En la tradición espiritual de Oriente,
el centro del universo es una montaña,
y en el centro de la montaña -que recibe el nombre de monte Sumeru- se
sienta Buda. Desgraciadamente, las agencias de viajes aún no han
descubierto la manera de organizar una visita hasta tan suculento lugar,
así que los turistas ordinarios, los bárbaros que invadimos la tierra
de otros como si fuéramos termitas, nos tendremos que conformar con los
sucedáneos. Por ejemplo: el
templo Doi Suthep en Chiang Mai (Tailandia), que tiene un tramo de escaleras nada despreciable y unas vistas admirables, o el famoso
Fushimi Inari
en Japón, a las afueras de Kioto, un laberinto de más de 10.000 puertas
concatenadas que termina transformándose en una dura ascensión hasta un
modesto altar que certifica la santidad del lugar. No todo el mundo se
atreve a llegar hasta la cúspide, y ese es el error: la experiencia
verdadera del templo no es la estética -que queda estupendo en
Instagram-, sino la interior. Es cuando bajas cuando te sientes, de
alguna manera, transformado.
Los templos orientales no
son monumentos, sino viajes espirituales: sólo llega al destino quien se
lo merece, quien le pone voluntad -también quien se arriesga a
padecer agujetas los dos días siguientes si no ha seguido un severo
régimen de entrenamiento-, y si hay una peregrinación realmente
estimulante en Japón, y todavía no invadida por las hordas que hacen ya
imposible pasear por Kioto o Nara -que desde que llegaron los chinos en
masa están intransitables-, ésa es la del
monte Haguro-san,
una de las tres montañas sagradas de Dewa, en la región norte de la
isla de Honshu. Si buscamos soledad, quizá haya que ir a buscarla a las
confines del mundo.
La ciudad más cercana al monte Hagurosan es Tsuruoka, que bien podría ser el
finis terrae
de Oriente: los trenes llegan con diferencias de tiempo cósmicas entre
sí, prácticamente vacíos a una estación casi muerta. El único atractivo
del lugar es una primera versión en yeso de la famosa estatua de bronce
del
perro Hachiko que se encuentra en el
cruce de Shibuya,
en Tokio; su autor, el escultor Takeshi Ando, la elaboró en un taller
local; por lo demás, apenas hay vida en las calles y las noches son
silenciosas y pesadas. Ni siquiera se ve Haguro-san a lo lejos: para
llegar a su falda -donde se abre la puerta Zuishimon- hay que hacer un
trayecto de media hora en autobús. Pero como ocurre en los templos
orientales, es precisamente en la puerta donde el mundo exterior
desaparece y se materializa el de los espíritus.
En el caso de Haguro-san, de forma completamente literal. El templo que hay en su cima -para llegar al cual
hay que subir 2.446 escalones repartidos en tres tramos de ascensión con inclinaciones de hasta 45 grados;
sería el equivalente al Col du Galibier en un Tour espiritual- no es ni
budista ni sintoísta, sino perteneciente a la espiritualidad
shugendo, una escuela mística que se remonta al Japón feudal que promueve la unión de todos los dioses de la naturaleza, los
kami. El primer tramo de escaleras es un descenso hasta un pequeño valle en el que aparecen
varios altares dedicados a dioses
específicos: Iwasaku, deidad de la espada y la vitalidad, Ikateru,
deidad de las semillas o las plantas, o Tenjin, deidad de los granos, la
medicina y las aguas termales. Y tras cruzar un puente y esquivar la
picadura de unos mosquitos grandes como abejas, el camino se eleva entre
cedros milenarios, algunos de los pocos que ya quedan en aquel Japón
antiguo que se está perdiendo.
A medida que avanza el día se sabe
que comienzan a llegar peregrinos -sobre todo japoneses pertrechados
con palos de esquí, toallas pequeñas para secarse el sudor y ropa de
atletismo; uno puede tomarse la subida como una actividad de dominguero,
pero cada escalón de piedra, estrecho y duro, destapa cualquiera de tus
carencias físicas-, así que preferimos iniciar la ascensión al poco de
amanecer. No hay nadie -salvo un turista chino y dos ancianos que
parecen tener la costumbre de hacerse la subida cada día, para
mantenerse en forma-, y esa soledad casi absoluta y oxigenada, mientras
vibra el monte con el sonido atronador de las cigarras, es la que
provoca el
chute espiritual que veníamos buscando.
A medida que el camino se inclina, aparecen más pequeños templos dedicados a los
kami -Komori, distribuidor del agua; Ukemochi, deidad de la cría del gusano de seda-, una pagoda de cinco pisos y
Jij-Sugi,
el cedro más antiguo del monte, documentado desde hace 1.000 años. Y
también un pequeño desvío que lleva a un pequeño círculo de piedras
erigido en honor del paso del poeta
Matsuo Basho -el principal creador de haikus de la literatura japonesa- por estos parajes en el siglo XVII en una de las etapas de sus
Sendas de Oku, un viaje literario de más de 150 días en el que recorrió miles de kilómetros por un Japón de naturaleza rugiente.
Ese aura aún se conserva en Haguro-san, sobre todo si uno procura llegar arriba -donde está el
templo principal y un cementerio,
pues al fin y al cabo es un lugar consagrado a los espíritus, y es ahí
donde los espíritus eternos, y también los que emanaron de los vivos,
habitan en armonía- con la sensación no de haber subido escalones, sino
de haberse elevado por encima del cuerpo hasta alcanzar una nueva
dimensión del ser. Muchas veces ocurre que el final de alguna manera
decepciona: un estanque pequeño, un templo oscuro al que no se puede
entrar. Ocurre lo mismo en el Fushimi Inari. Pero todo lo que ocurre
mientras subes, y también mientras bajas -volverse en autobús debería
estar prohibido para gente sana-, resulta conmovedor, y una buena manera
de esquivar el Japón típico, encontrando de paso el Japón telúrico que
íbamos buscando.