Haguro-san: los 2.446 escalones que llevan al templo más remoto de Japón.


La ciudad más cercana al monte Hagurosan es Tsuruoka, que bien podría ser el finis terrae de Oriente: los trenes llegan con diferencias de tiempo cósmicas entre sí, prácticamente vacíos a una estación casi muerta. El único atractivo del lugar es una primera versión en yeso de la famosa estatua de bronce del perro Hachiko que se encuentra en el cruce de Shibuya, en Tokio; su autor, el escultor Takeshi Ando, la elaboró en un taller local; por lo demás, apenas hay vida en las calles y las noches son silenciosas y pesadas. Ni siquiera se ve Haguro-san a lo lejos: para llegar a su falda -donde se abre la puerta Zuishimon- hay que hacer un trayecto de media hora en autobús. Pero como ocurre en los templos orientales, es precisamente en la puerta donde el mundo exterior desaparece y se materializa el de los espíritus.
En el caso de Haguro-san, de forma completamente literal. El templo que hay en su cima -para llegar al cual hay que subir 2.446 escalones repartidos en tres tramos de ascensión con inclinaciones de hasta 45 grados; sería el equivalente al Col du Galibier en un Tour espiritual- no es ni budista ni sintoísta, sino perteneciente a la espiritualidad shugendo, una escuela mística que se remonta al Japón feudal que promueve la unión de todos los dioses de la naturaleza, los kami. El primer tramo de escaleras es un descenso hasta un pequeño valle en el que aparecen varios altares dedicados a dioses específicos: Iwasaku, deidad de la espada y la vitalidad, Ikateru, deidad de las semillas o las plantas, o Tenjin, deidad de los granos, la medicina y las aguas termales. Y tras cruzar un puente y esquivar la picadura de unos mosquitos grandes como abejas, el camino se eleva entre cedros milenarios, algunos de los pocos que ya quedan en aquel Japón antiguo que se está perdiendo.
A medida que avanza el día se sabe que comienzan a llegar peregrinos -sobre todo japoneses pertrechados con palos de esquí, toallas pequeñas para secarse el sudor y ropa de atletismo; uno puede tomarse la subida como una actividad de dominguero, pero cada escalón de piedra, estrecho y duro, destapa cualquiera de tus carencias físicas-, así que preferimos iniciar la ascensión al poco de amanecer. No hay nadie -salvo un turista chino y dos ancianos que parecen tener la costumbre de hacerse la subida cada día, para mantenerse en forma-, y esa soledad casi absoluta y oxigenada, mientras vibra el monte con el sonido atronador de las cigarras, es la que provoca el chute espiritual que veníamos buscando.
A medida que el camino se inclina, aparecen más pequeños templos dedicados a los kami -Komori, distribuidor del agua; Ukemochi, deidad de la cría del gusano de seda-, una pagoda de cinco pisos y Jij-Sugi, el cedro más antiguo del monte, documentado desde hace 1.000 años. Y también un pequeño desvío que lleva a un pequeño círculo de piedras erigido en honor del paso del poeta Matsuo Basho -el principal creador de haikus de la literatura japonesa- por estos parajes en el siglo XVII en una de las etapas de sus Sendas de Oku, un viaje literario de más de 150 días en el que recorrió miles de kilómetros por un Japón de naturaleza rugiente.
Ese aura aún se conserva en Haguro-san, sobre todo si uno procura llegar arriba -donde está el templo principal y un cementerio, pues al fin y al cabo es un lugar consagrado a los espíritus, y es ahí donde los espíritus eternos, y también los que emanaron de los vivos, habitan en armonía- con la sensación no de haber subido escalones, sino de haberse elevado por encima del cuerpo hasta alcanzar una nueva dimensión del ser. Muchas veces ocurre que el final de alguna manera decepciona: un estanque pequeño, un templo oscuro al que no se puede entrar. Ocurre lo mismo en el Fushimi Inari. Pero todo lo que ocurre mientras subes, y también mientras bajas -volverse en autobús debería estar prohibido para gente sana-, resulta conmovedor, y una buena manera de esquivar el Japón típico, encontrando de paso el Japón telúrico que íbamos buscando.